domingo, 5 de marzo de 2017

Explorando Lo Incomprensible

Las tres acusaciones


  Nuestra historia se sitúa unos 500 años antes de que Cayo Julio César cruzara el Rubicón,. Hay quien señala esa hazaña y la incertidumbre que vivió César antes de ejecutarla como un fiel reflejo de nuestra situación actual. Pero en ese relato se olvida un detalle y es aquello que motivó que, finalmente, Julio César diera un paso adelante. Leamos las palabras de Suetonio:
" Cuando permanecía vacilando, un prodigio le decidió. Un hombre de talla y hermosura notables, apareció sentado de pronto, a corta distancia de él, tocando la flauta. Además de los pastores, soldados de los puestos inmediatos, y entre ellos trompetas, acudieron a escucharle; arrebatando entonces a uno la trompeta, encaminóse hacia el río, y arrancando vibrantes sonidos del instrumento, llegó a la otra orilla. Entonces César dijo: -Marcharemos a donde nos llaman los signos de los dioses y la iniquidad de los enemigos. Jacta ela est." Suetonio. Los doce césares. Cayo Julio César, cap. XXXII.

  Pensad lo que queráis pero no creo que la vacilación e incertidumbre de las enfermeras, hoy en día, desaparezca por la necesaria presencia de alguien como Julio César cuya acción requiere el empuje de un "prodigio" para así tomar una decisión. Ni Julio César ni un William Wallace. Pero me he desviado de la historia que quería contar, aunque finalmente retomaré este tema (siento el spoiler).



 
Situémonos entonces en el 469 antes de Cristo y en el demos de Alópece, perteneciente a Atenas. Estamos pues en Grecia, en la Grecia clásica y en la época de la Tercera Guerra Médica, momento en el que Temístocles (arconte, gobernante, de Atenas desde el año 493 a. C.) es condenado al ostracismo, al destierro, a pesar de haber vencido a los persas, en el 480 a. C., en la famosa batalla de Salamina. Una Atenas convulsa, en guerra constante, una Atenas que ve peligrar su hegemonía a manos de los persas y que en la segunda mitad de siglo se convertirá en la mejor de las polis, en la ciudad de la unidad y la solidaridad, en la Atenas de Pericles.
 
En ese ambiente convulso aparece nuestro personaje que, según W. Jaeger, "es una de esas figuras imperecederas de la historia que se han convertido en símbolos". Sócrates, de quien sabemos lo que sabemos más por las palabras de otros que por las suyas propias. Hijo de Sofronisco y de Fenareta, picapedrero-escultor el primero y comadrona la segunda, solía ironizar sobre él mismo y sus orígenes diciendo que, "aunque en cierto modo seguia el oficio de su padre escultor, en cuanto formaba hombres, todavía más seguía el oficio de su madre comadrona, en cuanto ayudaba a las mentes a dar a luz sus ocultas ideas, sin poner nada por su parte, sólo ayudando a obrar a la naturaleza". Poco sabemos de él  fuera de lo que nos relata Platón en sus Diálogos y algún que otro autor de la época, y siempre relacionado con su etapa de madurez, cuando tenía ya 50 años. Casado y con tres hijos, no parece que las responsabilidades familiares para con su mujer Xantipa y sus hijos Lamprocles, Sofronisco y Menexeno fueran su fuerte. De vida austera, de presencia desagradable tanto por su desaliño y pobreza en el vestir como por su contrastada fealdad, descuidado en la vida práctica pero disfrutando de la amistad honesta de sus amigos aristócratas, Sócrates se convierte, después de participar como hoplita, soldado de a pie, en tres campañas de las Guerras el Peloponeso, en una figura  de prestigio intelectual en la Atenas  del 429 a. C., tal vez gracias a su heroicidad mostrada al salvar a Alcibíades, discípulo suyo entonces, político influyente años más tarde, de morir en la batalla de Potidea.
 
Demos un salto, un gran salto en el tiempo, y situémonos en el año 399. Sócrates está frente a Menetos, Anitos y Licon y 500 miembros de la heleia, tribunal popular. Se le está juzgando, no por sus inclinaciones políticas, por su vinculación con el régimen aristocrático de los Treinta Tiranos, puesto que se decretó una amnistía política que lo dejó libre de toda culpabilidad; se le acusaba de impío, de negar a los dioses de la polis  y de introducir deidades nuevas y, por tanto,  de corromper a la juventud. Así nos lo cuenta Platón en su "Apología de Sócrates".
 
Y son esas 3 acusaciones  y sus correspondientes refutaciones a través de los argumentos socráticos el nexo de unión con nuestra profesión y, a la vez, lo que nos diferencia con aquella supuesta hazaña de un tal Cayo Julio César.
 
Tal vez sea cierto que hoy enfermería se encuentra ante la disyuntiva de si cruzar sus múltiples rubicones o mantenerse en los límites acomodaticios de lo cotidiano. Pero lejos de necesitar una figura líder, "una enfermera loca y descerebrada", que actúe no por convicción sino por la azarosa presencia de una señal prodigiosa, espolea de decisión, lo que nuestra enfermería necesita es "ser acusada" de los mismos motivos que imputaron a Sócrates y hacer uso de su misma argumentación en su apología-defensa, a saber:
  1. Debemos "ser acusados" de impiedad, de negar nuestros dioses particulares. Debemos romper definitivamente con la instrumentalización de nuestros dioses profesionales con fines políticos o manipuladores, con el clasicismo de los presupuestos fundacionales, con el maniqueísmo corporativista que cierra la puerta a un ver más allá de nuestros propios límites. Alguien dijo que "deberíamos atrevernos a quemar definitivamente a la Florence" y tal vez sea ese el sentido.
  2. Debemos "ser acusados" de corromper a la juventud. Sócrates lejos de ser visto como un conservador, se convirtió en "el líder de los innovadores". Afirmó no tener discípulos ni alumnos, sino compañeros; no se declaró maestro sino transmisor de lo poco que sabía. "Yo nunca he sido maestro de nadie, pero si alguien, joven o anciano, que cuando hablo o ejerzo mi profesión desea escucharme, jamás se lo he impedido", dirá en la Apología. La única corrupción era la incitación a una virtud particular que diera lugar a la areté, a la verdad, una incitación al arte de la crítica social y política que mostrar a la luz la verdad de las cosas. Y esa debe ser también nuestra culpa, la de incitar a la crítica de nuestra profesión para romper los múltiples velos que ocultan la verdad. Una incitación que debemos llevar a cabo en la "juventud". No nos limitemos a enseñarles sin más unas actividades que, lejos de ser propias y autónomas, nos constriñen y ocultan; practiquemos el diálogo socrático, incitemos a que sean ellos los que encuentren las respuestas. No se trata de dar modelos de virtud sino de ayudar a la búsqueda de la virtud, de ayudar a dar a luz, de alumbrar (mayéutica socrática). Y todo ello mediante el diálogo: "Dialéctica es simplemente saber preguntar y responder", Crátilo, de Platón. Dialogar con nuestros compañeros es fundamental en el proceso del conocimiento. No debe existir la imposición sino el desvelamiento de los conocimientos a semejanza de la dialéctica socrática.
  3. Debemos "ser acusados" de introduir nuevas deidades. La nueva deidad socrática era un daimon  personal, su voz interior, su conciencia. Para nosotros nuestra "nueva" deidad (y el entrecomillado no es casual) es nuestra conciencia ética, distinta de los rígidos presupuestos morales. Actuamos siguiendo unos preceptos morales, pero nuestra verdadera esencia es ser éticos, tener una conducta ética, en ocasiones una conducta en contradicción con las reglas morales. Ser éticos no porque cumplimos con nuestro deber sino porque nuestra conducta se adapta a las necesidades, al sufrimiento, de los demás. Otras deidades, impensables en esa Grecia clásica, serán introducidas hoy, y son todas aquellas que tienen que ver con la comunicación y la transmisión de información y de conocimiento. No cabe decir más.


Seamos pues "acusados", seamos socráticos, mayéuticos antes que cesáreos. Ayudemos a dar a la luz antes que a ejercitar la fuerza, antes que a obligar a mostrar. Por unos profesionales socráticos antes que un líder como César.






sábado, 11 de febrero de 2017

El planeta de los seres ejercitantes

La larga espera de la lectura



 
Hay días grises, y no en el cielo, como hoy, días grises que producen en mí la inquietante necesidad de repasar, con la mirada y con el tacto, los libros que, como naipes es su caja, esperan en esas dos insuficientes estanterías a que el azar de mi mano los abra y los comience a escribir con mi lectura. Como hoy. Repaso una y otra vez, lentamente, los títulos y los autores de esos libros que adquirí en la fecha que, tal vez aquél día o días más tarde, anoté en el ex libris. No consta el lugar de dónde provienen, solo mi recuerdo es capaz de decir, de cada uno de ellos, su lugar de origen. La Central, Laie, La Calders, el Mercat de Sant Antoni, Perutxo, Lello & Irmão, són sólo alguno de ellos. Perec, Goethe, Roth, Vila-Matas, Klemperer, Marai... cada uno en su alfabético lugar, esperando en silencio poder hablar.
 
Siempre he tenido la convicción de que, cuando nadie importuna su espera, conversan entre ellos, no ya las obras sino sus hacedores, y que lo que un día leeré al abrir uno de esos libros serán tanto las palabras de su autor como las de aquellos que en orden precedente o posterior lo acompañan. ¿Cómo entender si no que coincidan Kertész y Klemperer, Döblin y Doderer, Piglia y Pitol, Walser y Wassermann? Y aquellos otros como Saramago y Sartre, Fallada y Ferreira, Goethe y Gombrowicz, ¿qué contrapuestas ideas surgirán de sus conversaciones? ¿Llegarán a coincidir? ¿Permutarán ideas, creencias, experiencias? Dudo, cuando abro alguno de esos libros, de que lo que en él está escrito sea lo mismo que contenía la noche antes de iniciar la larga espera de la lectura. Y si lo vuelvo a cerrar sin terminarlo, forzándolo a una segunda espera, quién sabe si más corta o más larga, sigo dudando si se mantendrá inmutable o si un nuevo diálogo entre colindantes lo volverá a modificar. Lo cierto es que eso ocurre ya cuando hacemos una relectura de alguno de los libros leídos con anterioridad, no es el mismo libro, eso que leemos hoy no es lo que leímos ayer, ha cambiado, hemos provocado su cambio, la larga espera de la lectura lo ha cambiado.
 
Són casi 170 los que esperan ser reescritos. ¿Bibliofilia?, tal vez. Pero soy feliz cuando los veo, sabiendo que un día los leeré, los escribiré y, tal vez más adelante, los podré volver a reescribir, descubriendo ideas nuevas de nuevas conversaciones colindantes.
 
Sólo hay uno entre todos ellos del que quizás no llegaré a saber nunca cuál es su contenido, uno solo que se mantendrá ágrafo de mi lectura, uno solo del que temo pasar una sola de sus páginas. Es un bello libro, según dicen, de bello título invariable, Entre los bosques y el agua de Patrick Leigh Fermor. Y su no lectura se la debo a Jacinto Antón, periodista y crítico literario de Babelia - El País, que en el 2007 hizo la siguiente reseña, provocándome la búsqueda incesante e infructuosa de dicha obra:
 
"Paddy Leigh Fermor (1915) emprendió en 1933, siendo aún un arrogante aunque muy leído muchacho, un viaje a pie que había de llevarle a través de Europa hasta Constantinopla. Vio cosas maravillosas y conoció a gente insólita de un mundo que desaparecería poco después en un apocalipsis del que él mismo emergería como héroe. Años después convirtió aquel viaje iniciático en el que descubrió el arte, la vida y el amor en dos libros arrebatadores surgidos de la dorada alquimia del recuerdo y labrados con la prosa de un orfebre de las palabras. Entre los bosques y el agua (Península) es el segundo, el más bello, en el que recorre Hungría y Transilvania, viajando con cíngaros y nobles, pernoctando en castillos y pajares, intimando con campesinos y húsares. Un libro que nadie debería tener la desgracia de morir sin haberlo leído."
 
 
No lo conseguí. Pero sí encontré el primero de los dos libros, El tiempo de los regalos, en la librería anticuaria Brontë de Murcia. ¡Bello, muy bello! Pero aquél segundo libro no aparecía y yo quería tenerlo, ¡no quería tener la desgracia de morir sin haberlo leído!
 
 
 
     
  
     
No fue hasta el 2011 que pude tenerlo y, además, ambas obras en un solo volumen, gracias a la reedición que hizo RBA en su colección Narrativas. ¡Por fin! ¡Lo había conseguido! Ya podía dejar en reposo, largamente, indefinidamente, Entre los bosques y el agua. No, no lo iba a leer, no por ahora, no iba a seguir el consejo de J. Antón. Deseaba tenerlo para que no me ocurriera la predicción del crítico, "morir sin haberlo leído". Pero ¿qué ocurriría si lo hacía, si lo leía? ¿Podría seguir después leyendo y descubriendo nuevas bellezas o, en consecuencia, la literatura no tendría ya nada qué decir y sería indiferente si llegaba la hora de morir?  No, no lo iba a leer, no quería saber antes de tiempo que todo lo otro escrito ya no tendría importancia y que, por lo tanto, podría irme tranquilo. No, iba a dejarlo reposar, a dejarlo conversar con otras obras en la estantería de la espera. ¿Hasta cuándo?, no lo sabía, no lo sabía entonces ni lo sé ahora. ¡Hay tanto por leer aún, tanto por vivir! Pero estoy seguro de que ese momento llegará, tal vez un día como hoy, un día gris, el momento en el que seré consciente de que ya es llegada la hora de abrir las páginas del libro y empezar a escribir la última de las bellezas de este mundo. Hasta entonces, él y yo esperamos.
 
 

lunes, 23 de enero de 2017

Explorando Lo Incomprensible

Ceguera y otros males

  Aproximadamente una vez al mes, me acuerdo de la novela de Jose Saramago "Ensayo sobre la ceguera". Una vez al mes, después de una charla que no dura más allá de 10 minutos, me siento como la protagonista de su novela, esa única persona que aún puede ver. Y durante esos 5 o 10 minutos otra imagen surge en mi subconsciente, siempre coincidiendo con la interrupción de la conversación por alguien que abre la puerta, una imagen que mostraré más adelante y que es consecuencia de ese primer sentimiento, la percepción de que quién me está hablando ha dejado de ver.
 
 
   Lo que ahora diré es algo que siempre, desde que ejerzo esta profesión, me acompaña y que apenas he podido desechar de mi pensamiento, salvo en  contadas ocasiones que se configuran como excepciones que confirman la regla; una idea que me ha conllevado más cuestionamientos que adherencias y que espero que no se vuelva en mi contra nunca.
 
  No llego a comprender cómo en nuestras organizaciones parece que cuando alguien más alto llega mayor es el nivel de ceguera que le sobreviene, de pérdida de visión de la realidad. Y no es que lo vea todo desde otra perspectiva, no, sencillamente lo que ocurre es que deja de ver. O, quizás también, que mira hacia otro lado. Pero no es un girar la cabeza voluntario ni una ceguera fingida, o al menos así lo quiero creer; hay algún componente en esa altitud que convierte la realidad en invisible, que la hace transparente a la mirada elevada, como si desde dicha altura todo disminuyera tanto en tamaño e importancia que dejara de ser perceptible. Tal vez sea la altura misma la que conlleve esta patología y ocurra como en esos documentales en los que se nos muestra la Tierra desde el espacio y no vemos más que paletadas de colores envolviendo una esfera; o como nos ocurre a todos, cuando desde nuestro antropocentrismo prepotente miramos atentamente la Naturaleza y somos incapaces de ver y valorar la vida que en ella discurre.
    Es un mal de altura, un emborrachamiento posicional, una pérdida de visión central y periférica en la que sólo queda la visión de una fina línea, allá en el horizonte, un horizonte que no es más que la línea que separa el campo de visión del elevado frente al resto.
 
 

  Y es que esa ceguera es una ceguera que se contradice con la clarividencia de aquellos que se mantienen en su posición, de aquellos que estan viendo la realidad tal y como es porque la tienen frente a sus ojos; porque para ellos no hay una línea de horizonte pura sino un constante golpear de la mirada en la cruda realidad del día a día. Ellos son los que ven y, en cambio, son los no vistos. Y porque ven pueden decir, poner nombre a eso que ven: inseguridad, escasez de recursos, minusvaloración, sobreactividad, descoordinación, burocratización... desidia. Y sí, levantan la voz para ser oídos en su decir, en su nombrar. Pero, queda tan lejos la posición elevada... que apenas un murmullo llega hasta ahí.
   "Hay que estar aquí arriba para saber qué es lo que se ve, cómo de insoportable es el vértigo que provoca ver lo que está allá abajo y lo difícil que es mantener el equilibrio del conjunto". Sí, es una respuesta que se me podría dar. E insisto, en ocasiones así lo creo; estoy seguro de que provoca vértigo ver lo qué sucede desde allí, que provoca vértigo ver, que es difícil mantener el equilibrio en una tabla en la que las fuerzas balancean constantemente de un lado al otro. Pero, ¿tanto cuesta aceptar que lo que se ve desde allí es lo mismo que todos vemos? Somos tan débiles que, estoy seguro, nos conformaríamos con que ese ver compartido fuera también dicho, nombrado, que fuera participado por todos y así, tal vez, entre todos pudiéramos cambiar el peso de esa realidad. Y lo sabemos, cuando eso ocurre lo sabemos, somos conscientes de ello. No nos importa la altura, nos importa la visión del que allí está; no nos importa si el organigrama es vertical u horizontal, nos importa el campo visual de todos sus integrantes.
 
  Y aquí aparece la segunda imagen, la que me provoca la habitual presencia de otros a medio camino de la cumbre. La imagen la hemos visto multitud de veces: grandes mamíferos con pequeños pájaros sobre ellos, picoteando (no hace falta adjuntar la imagen). Simbiosis o mutualismo, así es como se define y como conviven ambos, en interacción, beneficiándose y mejorando el uno gracias al otro. La imagen es ésta pero con una pequeña diferencia.
 
   Hay una presencia constante de personajes alrededor de quien sustenta la elevación. Suelen ser personajes que han pasado por diversos niveles en ese ascender, niveles de un mismo peldaño que nunca sube ni baja, cual escalera de Escher, y que los mantiene siempre en un constante ir y venir por el rellano.
  Esa ceguera de que he hablado se refuerza o no, mejor, se transforma en una percepción deformada de la realidad como si se sufriera de una coroiditis parasitaria. Parasitaria, esta es la pequeña diferencia.  No sólo la altura produce ese tipo de ceguera paulatina sino que aún viendo, en ocasiones, este ver es un ver distorsionado, una deformación de la realidad fruto de esas presencias constantes parasitarias; parasitarias porque aquí no podemos hablar de mutualismo o simbiosis, no se benefician ambos de esa relación. Aquí sólo hay un beneficiario, el parásito que con su discurso siempre dirigido a afirmar las opiniones del otro, se aferra con esas palabras bien pensadas cual escólex con sus ganchos. Es una falsa veneración que sólo busca el crecimiento propio a costa de aumentar más y más la visión deformada y/o ceguera del parasitado. Ningún beneficio saca éste de la lisonja diaria a que se ve sometido. Porque ¿qué beneficio puede reportar el rodearse de personas así? ¿No es mejor seguir lo que dice el dicho "Un hombre inteligente es aquel que se rodea de gente más inteligente que él"?. Y, claro está, no ve lo que los demás ven, la categoría de los que le rodean. Y aquí otro dicho, esta vez de El Quijote:
"Unos van por el ancho campo de la ambición soberbia, otros por el de la adulación servil y baja, otros por el de la hipocresía engañosa, y algunos por el de la verdadera religión".
 Por favor, abrid bien los ojos, espantad esos pájaros que os ciegan con su picotazos simulando quitaros las legañas, no os dejéis abrumar por sus palabras aduladoras, vuestra posición es la mejor para ver y hay mucho por visualizar. Preguntaros qué beneficios os reportan las sombras que os acompañan y os oscurecen, que son muchas, y a qué tipo de personas pertenecen de las dichas por Don Quijote. Y acompañad vuestra mirada con la mirada de quienes ven la cotidianidad. Son ellos quienes saben a ciencia cierta.
 
 
 
 
 

domingo, 8 de enero de 2017

Explorando Lo Incomprensible 

En busca del término perdido

 
Creo llegada la hora de exponer, de forma más o menos extensa y explícita y a riesgo de ser criticado a partir de este momento, mi punto de vista respecto a propuestas actuales de gran calado en el mundo sanitario, propuestas la mayoría de ellas surgidas bajo el epígrafe humanización

  Es reconocida mi "crítica", blanda crítica, a todo este movimiento, que no lo es tanto por cómo se materializan sus postulados sino por cómo se ha construido todo ese discurso y bajo qué premisas. Intentaré demostrar que se parte de un falso inicio o principio tergiversado que nos conduce, eso sí, a una encomiable pero a la vez hipnotizadora respuesta de provisionalidad.

                  *                              *                              *                              *                             *

  En su última y acertada entrada, Fer nos sugiere con su reflexión el vínculo entre los términos humanización y altruismo y cómo este último se encuentra implícito en aquello que convenimos en llamar vocación. Vayamos por partes y, como siempre, recurramos a las definiciones de los términos (RAE y WordReference):
  • Humanización. "Adquisición de características más humanas y amables". "Acción y efecto de humanizar o humanizarse".
  • Humanizar. "Hacer a algo o a alguien más humano, familiar y afable". "Ablandarse, hacerse más amable y caritativo".
  • Humana/o. "Caritativo, solidario y bondadoso". "Comprensivo, sensible a los infortunios ajenos".
  • Caridad. "Sentimiento que empuja a las personas a la solidaridad con sus semejantes". "Actitud solidaria con el sufrimiento ajeno".
  • Altruismo. "Diligencia en procurar el bien ajeno sin esperar nada a cambio". "Diligencia en procurar el bien ajeno aun a costa del propio".
   Como siempre ocurre al intentar definir un término, en la propia definición surgen nuevos términos que nos conducen a otros y así ad infinitum. Humanización, humana/o, caridad, solidaridad, bondad, comprensión, sentimiento... Cuando decimos pues que "debemos humanizar nuestra sanidad", "humanizar las urgencias", "humanizar las UCIs", "humanizar nuestros entornos hospitalarios", etc., lo que estamos diciendo, a tenor de las definiciones, es que debemos ser más. Pero, ¿más qué? Más caritativos, más solidarios, más bondadosos, más comprensibles, más sensibles... con el otro, con un otro que sufre.
   No es baladí este más; "más" presupone que aquello de lo que se habla ya existe en una cantidad determinada, si aquello es mensurable, y que es susceptible de ser aumentada. Y digo que no es baladí puesto que este es el precepto que no se tiene en cuenta en todo este proyecto H, precepto que se ha visto tergiversado o falseado de forma inconsciente, no me cabe la menor duda,y por supuesto, sin voluntariedad de tal inconsciencia. Nuestra profesión, sea de la rama sanitaria que sea, en mayor o menor medida ya lleva dentro de sí la caridad, la solidaridad, la bondad, la comprensión, el sentimiento... y todo ello porque nuestra razón de ser es el sufrimiento del otro. No tendría sentido, por ejemplo, ser enfermero si dichos valores no se encontraran ya en nosotros; en tal caso, dediquémonos a otra cosa.

  Es por ello que afirmo que estamos ante un falso principio o principio equívoco cuando leemos "Tenemos un Plan. Objetivos: Humanizar los cuidados intensivos(...)". No, no hay que humanizar lo que per se ya es una actividad humanitaria. "La palabra "humano" se ha ido haciendo atronadoramente muda, como la H", oímos. No! En todo caso lo que ha enmudecido es nuestro acercamiento al otro, al paciente; hemos pasado a considerarlo un objeto, algo que está ahí esperando nuestra acción, la acción de un sujeto, ahora sí un nosotros mudo, un "nosotros" con una carencia individual en nuestro haber, la H. Y esta H pasa a convertirse en un prefijo privativo, negativo, el prefijo des-. Somos "nosotros" como individuo, no como profesión, un sujeto des-humanizado en tanto que objetivamos, no en esencia sino en existencia. Esto merece una explicación: nuestra profesión en su esencialidad es eminentemente una profesión humanitaria, con un gran base científica y no ajena a intereses humanísticos (no confundir humanitario con humanístico). Esa es nuestra esencia.
  Nuestra existencia es otra: una existencia marcada por la precariedad y falta de reconocimiento laboral, por el devenir opresivo de una sociedad en claro declive y centrada más en las esperanzas científico-tecnológicas que en aquellos aspectos relacionados con la sociabilidad. Y es en esa tesitura cuando se produce la des-humanización de nuestras acciones y, por extensión de todo aquello que tiene que ver con ellas, el entorno dónde se ejecutan, los valores que reflejan, las terceras personas con las que interactuamos... Des-humanizamos todo aquello que tocamos porque socialmente nos hemos des-humanizado, hemos objetivado todo aquello con lo que interactuamos, ya no somos quién o quiénes sino qués cotidianos, faltos de identidad, homogéneos y estandarizados en conceptos genéricos impersonales.
 
 ¿Y entonces, no es lícito decir que debemos humanizar nuestra profesión, sus actores, su entorno, sus recursos? No. Nuestro deber es RECUPERAR esa característica perdida no en nuestra profesión sino en nosotros mismos, característica que no es otra más que la FILANTROPIA, el amor a la naturaleza humana. Cabría remontarse a la Grecia helenística para encontrar ya este término en relación a la medicina; en "Preceptos", uno de los escritos del Corpus Hipocrático podemos leer:
"Donde hay amor a la humanidad -philanthropia- también hay amor a la ciencia -philotekhnie"
  Y de eso es de lo que carecemos hoy a nivel individual, de la suficiente filantropía que hace que amemos nuestra profesión. Y digo filantropía en ese sentido girigo de amor desinteresado por el prójimo, de ese dar sin esperar nada a cambio lejos del sentido contemporáneo de ofrecimiento económico desinteresado dado desde una posición elevada socialmente. No, la philanthropia giriega no es la dádiva del poderoso para con los otros. La philanthropia griega, tal y como yo la entiendo y deseo ver de nuevo en nuestra profesión, es ese amor al hombre, amor a la naturaleza humana, que no es más que el reflejo de la amistad -philia-, un amor a la perfección de la naturaleza humana en su individualidad. Como dirá Laín Entralgo en su "La medicina hipocrática"
 
"En el amigo se ama la naturaleza humana, y en ésta la physis universal, la naturaleza in genere. En su último fondo, un acto de amistad sería un acto de amorosa pleitesía a la divina physis".
  Sólo así puede ser entendida y aceptada nuestra profesión, desde el amor/amistad por el otro.
No a la expresión tautológica "Humanización de la ciencia médica".
Sí por un "retorno filantrópico de nuestra profesión"
 
  A falta de encontrar un término único que englobe en sí este concepto de "retorno filantrópico" propongo que hablemos de "Normalizar la ciencia médica", "Normalizar los cuidados intensivos", "Normalizar las urgencias", etc, en el sentido de enderezar, de encauzar, de volver a un estado original perdido por confusas y opacas individualidades.
 
 
Nota final.
Leo, "No lo llames Humanización... llámalo Responsabilidad". Sí, también. Esa filantropía hacia la naturaleza humana, esa filantropía puesta en todos y cada uno de los cuidados que prestamos al otro es lo que llamamos "responsabilidad". Responsabilidad es hacer hoy de nuestra ciencia lo que nunca debió olvidarse de ser, no humanizarla sino hacerla más humana, superponer esa filantropía original a la misantropía contemporánea de ciertas individualidades.

 
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